El nombre de Santa María de la Merced sonó
por vez primera a orillas del Mediterráneo, en el siglo XIII.
Eran siglos de fe y de lucha. El sur y el
levante de nuestra Patria estaban en poder de los árabes. Las aguas del
mar Mediterráneo estaban infestadas de corsarios turcos y sarracenos, que
lo mismo abordaban a los barcos, que desembarcaban en las cestas y
entraban a sangre y fuego por campos y caseríos, reduciendo a ceniza los
pueblos y cautivando a sus habitantes.
La esclavitud llegó a ser un hecho real,
político, social y económico, surgido de las guerras, del corso y de la
enemistad religiosa entre cristianos y mahometanos. Cuando Alfonso el
Sabio dio la definición de los cautivos, dijo que eran "aquellos que caen
en prisión de omes de otra creencia".
La esclavitud era un viejo abuso en la
sociedad. Los apóstoles, y especialmente San Pablo, se enfrentaron con
ella. Para debelarla, o paliarla, se habían hecho esfuerzos generosos, una
veces aislada y personalmente, otras colectivamente, por medio de
cofradías, hermandades y órdenes religiosas, e incluso se acudió a las
gestiones diplomáticas entre los Estados.
Pero el mal era tan profundo que se
requerían modos nuevos y gentes nuevas para esta campaña de la libertad.
Las oraciones subían al cielo con clamores de esperanza y no eran los
cautivos los últimos en implorar el auxilio de la Providencia, por medio
de la Virgen Santísima.
Por otro lado, almas tan generosas y
caritativas como San Pedro Nolasco, a quien se llamó el Cónsul de la
Libertad, no podían contemplar dicha calamidad social sin sufrir en su
corazón y sin echarse a los pies de María, para pedirle el remedio
corporal y espiritual de aquellos cautivos.
Y, como la caridad es activa, no se limitó
sólo a la oración, sino que, impulsado por aliento celestial, vendió
cuanto poseía y, valiéndose de su condición de mercader, empezó a tratar
en la compra y el rescate de los cautivos, iniciando de este modo su obra
redentora. El favor divino incrementó su empresa.
Muy pronto un grupo de jóvenes escogidos
por su nobleza y por su fe se unieron a esta labor. Dentro de la misma
corte real de Aragón prendió el chispazo de la caridad y se dieron ánimos
a la noble conducta de estos misioneros de la libertad y, en especial, a
su capitán y mentor, el nunca desmayado Nolasco.
Una noche, la que va del 1 al 2 de agosto
de 1218, hallándose Pedro Nolasco en oración, se le apareció la Santísima
Virgen rodeada de ángeles y radiante de gloria, y no sólo le animó en sus
intentos, sino que le declaró la histórica revelación de su misión
mercedaria, y tal revelación fue la siguiente:
"Que la obra de redimir cautivos, a la cual
él se dedicaba, era muy agradable a Dios, y para perseverar en ella y
engrandecerla y perpetuarla le transmitía el mandato de fundación de una
Orden religiosa, cuyos miembros imitaran a su Hijo, Jesucristo, redimiendo
a los cristianos cautivos de infieles, dándose a sí en prenda, si fuera
menester, para completar la obra de libertad encomendada."
Desapareció la Santísima Virgen y quedó
Nolasco arrobado en la fruición de la gloria de Dios, que se había
acercado a él con la embajada de María. Si grande era su gozo, mayor era
su humildad, creyéndose indigno de aquella celestial visita.
Disputan los autores si la visión de la
Santísima Virgen fue material y corpórea, en que los sentidos percibiesen
y distinguiesen con claridad, o bien fue visión interna o espiritual, como
un rayo de luz fulgente venido de Dios.
Dentro de las tradiciones mercedarias se
repite más la palabra descensión que la de visión. Y el papa Pío VI, el 2
de agosto de 1794, permitió usar el término descensión en el introito y en
el prefacio de la misa que celebra la Orden el 24 de septiembre y todos
los sábados del año en honor de la excelsa Reina de los cielos y Madre de
la Orden mercedaria.
Con esta aparición, la Virgen vino a dar
realidad a las ardientes aspiraciones de Nolasco, que no eran otras que la
redención y salvación de los cautivos. Ese hecho maravilloso fijó para
siempre el rumbo de su vida, selló con carácter específico su santidad y
lo confirmó en el ejercicio de la caridad, que más tarde lo convertiría en
héroe de esta virtud.
A las muchas glorias literarias,
históricas, políticas, militares y civiles de que goza la ciudad de
Barcelona, suma con especial blasón la de haber sido escogida por la
Virgen para lugar de su aparición, como antes se apareciera en Zaragoza,
como luego lo haría en Lourdes, en Fátima y en otros puntos.
Diez días más tarde San Pedro Nolasco se
decidió a cumplir el mandato divino, alentado y apoyado por el rey don
Jaime el Conquistador y por el consejero real San Raimundo de Peñafort. A
tal efecto, el día 10 de agosto de 1218, fiesta de San Lorenzo, ante el
altar de Santa Eulalia de la iglesia catedral de Barcelona, el obispo de
la misma, don Berenguer de Palóu, vistió canónicamente el hábito blanco al
Santo y algunos de los jóvenes que con él trabajaban y quedó fundada la
Orden de la Merced.
La Virgen sonrió desde el cielo, alegrado
su corazón de Madre y de Corredentora con esta fundación mercedaria. Vio
realizado su fiat creador. Desde entonces María quedó constituida
en madre especial de los nuevos frailes y de sus hermanos los cautivos y
reinaría poderosa para siempre en el corazón de cuantos la invocan con el
título de la Merced.
Durante el siglo XIII se llamó a la nueva
Orden de la Merced o de Santa Eulalia, de Santa María de la Merced, o de
la Misericordia de los Cautivos, y actualmente se le dice de la Merced o
de las Mercedes. La palabra merced quiso decir durante la Edad Media
misericordia, gracia, limosna, caridad. En este sentido pudo escribir
Alfonso el Sabio: "Sacar a los omes de captivo es cosa que place mucho a
Dios, porque es obra de merced".
La Virgen de la Merced, al fundar su Orden,
echó los cimientos de una obra en alto grado humanitaria y social. Por
ella vino la redención, la esperanza y la libertad. Por amor de ella, la
caridad se hizo sangre, sacrificio y martirio. Con su apoyo se llevaron a
cabo los mayores heroísmos.
Pero, entiéndase bien, la teoría y el hecho
de la redención mercedaria, lo mismo en las directrices de la Virgen que
en la actuación de Nolasco y los primeros frailes, que en la tradición de
la Orden, no era simple, neta y material redención de los cuerpos, sino
una redención deifica y misionera.
Quien así entendiera la historia de la
Merced se quedaría lamiendo la cáscara, sin gustar el fruto. El redentor
mercedario era un sembrador de Cristo entre fieles e infieles, buscaba
almas para Cristo, reintegraba a los perdidos, sostenía a los flacos,
prevenía de la apostasía, combatía al Corán, era apóstol integral y hacía
un cuarto voto de quedar en rehenes por los cautivos y dar su vida por
ellos, si menester fuese, pero no por un interesado juego comercial, sino
cuando peligraba su fe.
Por esta redención total, con la primacía
del espíritu, fue por lo que hubo tantos mártires mercedarios. Y bajo este
aspecto se ha de entender la historia de las redenciones mercedarias.
A lo largo de los siglos, la Orden de la
Merced ejecutó centenares de redenciones colectivas, unas anónimas y
olvidadas, otras conocidas y perfectamente documentadas. El número de los
redimidos estuvo sujeto a mil azares y condiciones de tipo social,
económico, político y hasta bélico. Hubo redención en que los frailes de
María de la Merced arrancaron de la esclavitud a más de cuatrocientas
personas entre clérigos, mujeres, niños, soldados y hombres de diversa
edad.
Cada redención suponía tres etapas: la de
preparación, la ejecutiva y la vuelta al hogar.
Antes de pasar al Africa para redimir, era
menester recaudar limosnas, predicar por los pueblos, anunciar las
redenciones y reunir los caudales de los conventos, en donde, a veces,
hasta los cálices se vendieron para hacer con sus precios caridad.
Mientras tanto eran nombrados los redentores, cuya elección recaía siempre
en frailes dotados de virtud, ciencia y un espíritu inabordable al
cansancio y al desaliento.
Su primera diligencia al llegar a Fez,
Tetuán, Argel u otro lugar de redención era visitar los baños donde
habitaban los tristes cautivos. Empezaba la oferta y la demanda. El
mercedario llevaba la visita de la Virgen, consolaba, animaba, oía penas,
repartía esperanzas y rompía grillos. En no pocas ocasiones se quedó en
rehenes, sufrió el martirio, conoció el propio cautiverio y llegó a la
muerte violenta por el odio que los mahometanos tenían a la religión
cristiana.
Los sufrimientos de San Pedro Nolasco, el
apaleamiento y el candado de San Ramón Nonato, la crucifixión de San
Serapio, la horca de San Pedro Armengol, que la Virgen milagrosamente
suspendió; la decapitación de San Pedro Pascual y la innumerable historia
de víctimas mercedarias son el fleco de sangre y el honor de las
redenciones.
Cuando los navíos fletados volvían con su
preciosa carga de personas rescatadas a un puerto español, francés o
italiano, el recibimiento era cordial, espontáneo y apoteósico. Salían a
los muelles las comunidades, los consejos, el pueblo todo. El estandarte
de la redención, las cadenas mostradas como exvotos, los andrajos de los
cautivos, los cantos de libertad, las lágrimas de unos y otros, eran como
un himno colosal y fervoroso a la gran Redentora, a María de la Merced,
cuya imagen no faltaba nunca en la procesión que con este motivo se
organizaba.
Las constituciones de la Orden de la
Merced, previendo la situación precaria de los redimidos, mandaban que se
les cuidase, alojase, alimentase, vistiese y regalase, y que se les
proveyera de viático, para que volvieran con decencia y alegría a sus
hogares.
Necesariamente el nombre de Santa María de
la Merced sonaba en los caminos, en las posadas, sobre los puentes y en
las montañas; en el alma y en los corazones; en las iglesias y en los
hogares. La colosal labor de la Orden de la Merced venía a ser un
ejercicio obediente de la voluntad de Cristo, manifestada por la voz de
María. Y hacia ella volaban las oraciones, la gratitud y la alabanza.
El culto público de la Virgen de la Merced
puede decirse que comenzó a tributársele desde la primera iglesia que los
mercedarios tuvieron en 1249, Se sabe que en 1259 su devoción estaba muy
extendida por toda Cataluña, como lo demuestran exvotos, legados y
documentos de aquella época. Muy pronto se la veneró en toda la península
española, en Francia y en Italia, y al advenir los tiempos de los
descubrimientos de América, los mercedarios la llevaron a las nuevas
tierras, en donde perdura su devoción con caracteres multitudinarios, pues
es la patrona de iglesias, de pueblos, de obispados y de naciones.
En el año 1255 existía ya la Cofradía de la
Merced, con el doble objeto de dar culto a María y ofrecer colaboración a
los redentores mercedarios. En 1265 aparecieron las primeras monjas
mercedarias con Santa María de Cervellón. En ambos casos el escapulario
que vestían era el que, según tradición, entregó o señaló la Virgen a San
Pedro Nolasco.
Fue voluntad de Dios que todo lo tuviésemos
por María. La Orden de la Merced aplicó esta teoría tanto en su régimen
interior como en su proyección externa. Conocer, amar y servir a María es
la medula y el vivir del espíritu mercedario. Y en este afán de honrarla
logró que su misa y oficio de rito doble fuese extendido a la Iglesia
universal por el pontífice Inocencio XII, en el año 1696.
La Virgen de la Merced contribuyó a
fortalecer la nacionalidad e independencia española; contribuyó al triunfo
y esplendor del catolicismo en nuestra Patria; coadyudó al progreso y
libertad de las sociedades en lucha con el Islam; colaboró al bienestar y
alegría de miles de familias, que pudieron abrazar de nuevo a sus miembros
arrancados de la dura esclavitud.
En el museo de Valencia hay un cuadro de
Vicente López en el que varias figuras anhelantes vuelven su rostro a la
Virgen de la Merced, como diciendo: Vida, dulzura, esperanza nuestra, a ti
llamamos...; mientras la Virgen abre sus brazos y extiende su manto en
ademán de amor y protección, reflejando su dulce título de Santa María de
la Merced.